Noches sin Luna. Capítulo #1.

#1

postre-de-fresas-helado1

 

 

Dime que el chalet es una pasada.

—Es una pasada, Jorge. En serio que lo es. —Miro a mí alrededor, estoy en la terraza de la primera planta, a la que se accede a través del salón o por un pasillo lateral, donde está la barbacoa, que lleva a la cocina. En frente tengo un precioso jardín con una piscina fabulosa, rodeada de césped y enmarcada con tablas de madera oscuras—. Te encantaría, pero…

—No me hagas sentir culpable, Sofía. —Suelta un resoplido dramático, y sé que no lo siente como tal.

—No me vengas con teatros, J, estás encantado con Adrián pegado literalmente a tu culo.

—Es increíble, se ha venido a casa y estamos taaaan bien juntos. —La felicidad traspasa la línea telefónica.

—¿A tu casa? —Me extraña mucho su afirmación; Jorge es un espíritu libre, además de ser una persona independiente, y como él se autodenomina: «rara para que le toquen los cojones en la convivencia».

—Lo sé, es una puta locura, pero sabes que soy pasional y necesito vivir las cosas sin poner frenos. No puedo asegurar que mañana no se me cruce un cable y termine echándole de casa.

—No te digo nada, es tu vida. —Me carcajeo, no puedo evitarlo.

Jorge tiene esa manera loca de expresarse en la cual se pregunta, contesta y justifica él mismo en su propio monólogo.

—El caso es que estamos muy bien… —Escucho un suspiro soñador, y me apuesto un meñique a que está sonriendo, tanto que si lo tuviera delante le vería hasta las muelas—. Viene de trabajar, se ducha y, a pesar de haber estado trabajando con la madera todo el día, tiene ganas de empotrarme contra la pared…

—Para, J, por favor, acuérdate de que estoy en dique seco desde hace ya un tiempo, y aunque no sea gay, sabes que desde que leí esos fics de los vampiros que me recomendaste, soy capaz de ponerme muy burra con ciertos detalles.

—Sí que estás desesperada, Sofi, escúchate, has perdido el decoro. —Se ríe, pero en seguida para—. Me siento fatal, íbamos a salir de fiesta por ahí a los chiringuitos de la playa para ligar y follar como locos, y te he dejado tirada. Estoy convencido de que tú ahora no vas a hacerlo sola, ¿verdad?

—Me conoces como si me hubieras parido. No pienso ir por las noches de fiesta veraniega en plan: «Chica soltera busca».

Escucho de fondo el sonido del teléfono fijo de su peluquería.

—Te tengo que dejar, Pulguita. Disfruta por allí aunque sea con tu Gris.

Con una carcajada socarrona me cuelga, dejando un beso colgando de la línea; y yo me tengo que reír. Me ha regalado la trilogía erótica que está arrasando, junto con un vibrador, que se llama extrañamente «conejo» —que sutileza—, y al que él llamó Gris directamente, haciendo alusión a su color acero, y al nombre del protagonista de la novela.

Cuando me dijo que no vendría conmigo de vacaciones, a la casa que habíamos alquilado juntos para una semana, justo tres días antes de venir, lo hizo con la entrega de este regalo para mujeres solitarias. Yo le dije que, sin regalarme nada, se lo hubiera perdonado; había conocido a un tipo del que, aunque lo quisiera negar, se había enamorado hasta las trancas desde que pasaron la primera noche juntos; y yo no quería convertirme en la bruja mala del cuento; obligándolo a venir siete días a la playa para estar pensando en esa persona en la distancia. No soy tan cruel.

Entro en la casa, que es alucinante, y subo a la parte de arriba. Elijo la habitación tipo suite con baño, ¡y qué baño! Es lo bueno que tiene venir sola, ¿no?

Me tiro en la cama y reboto en ella; estoy dispuesta a pasar unos días de relax, lectura y playa. Lo necesito, estos últimos seis meses han sido un completo estrés con todo el jaleo de la pastelería.

Miro a mi alrededor, la habitación me transmite paz; las paredes blancas y las vigas de madera claras, hacen que me sumerja en una sensación liviana, me gusta el lugar.

Estoy en la cocina colocando la compra que he hecho en el supermercado. Si algo me gusta es comer bien y, siendo cocinera profesional, es algo que me puedo permitir sin salir de casa. Aunque hoy no va a ser la noche para hacerlo. He hecho bien en cenar una tapa de bravas y calamares en un bar del centro comercial, estoy cansada y no estoy por la labor de liarme con los cacharros.

Tengo mi plan hecho: esta noche saldré a mirar las lágrimas de San Lorenzo, aprovechando que no hay luna, y que desde la terraza superior de la casa se va a ver el cielo perfecto. Voy a empezar preparándome un daiquiri de fresa, tengo todos los ingredientes y me apetece mucho.

Me sirvo la medida de ron añejo blanco y saco las fresas de la nevera, me hubiera gustado tenerlas congeladas, pero no puede ser, no obstante ya he dejado en el congelador una bolsa con ellas, me acerco con un bol al fregadero para limpiarlas cuando suena la puerta.

Por un momento no se qué hacer, son las nueve de la noche, no espero visita, no conozco a nadie. Podría ser Jorge que me ha engañado y, finalmente… No, no lo es, tengo que dejar de pensar estupideces. El timbre de la puerta vuelve a sonar.

Dejo las fresas, me seco las manos y salgo a la puerta principal; miro por la mirilla y, como imaginaba, no conozco al hombre que hay al otro lado. Estaba claro, esto es absurdo, ¿desde cuándo soy tan miedosa?

—Soy el vecino del chalet de al lado. —Parece que se ha dado cuenta de que no me decido a abrir—. Se nos han colado varias pelotas de tenis en su jardín y me gustaría recuperarlas.

¿Pelotas? Bueno, puede ser, no he salido a la piscina desde que me he ido a la compra esta tarde.

—De acuerdo, en seguida vuelvo con ellas —alzo la voz, lo suficiente para que se me escuche a través de la puerta, a riesgo de parecer la loca de los gatos.

En el jardín encuentro cuatro pelotas amarillas de tenis, el chico no me ha engañado. Camino con ellas en las manos intentando que no se me caigan, y al pasar por la cocina cojo una de las bolsas de plástico de la compra y las meto dentro. Una vez en la puerta la abro.

—Aquí las tienes. —Le tiendo la bolsa extendiendo la mano, acto seguido voy levantando la mirada desde sus pies.

Sus chanclas negras de Quiksilver dejan paso a unas piernas fibrosas cubiertas por un vello oscuro; parpadeo deprisa y paso a sus pantalones, que cubren ligeramente las rodillas con unos vaqueros claros y desgastados, la camiseta blanca con un dibujo extraño de líneas negras, también de alguna marca surfera, le cubre la cintura; y llego a su cara, tiene los ojos grises… o azules, no los distingo bien con la poca luz de la entrada, pero son expresivos, magnéticos —la de bragas que debe de destrozar este chico solo con la mirada—, y es guapo, un morenazo con facciones marcadas. Es un chaval, pero tiene un aire mundano; no llega a los treinta ni de coña. Me doy cuenta de que estoy haciéndole un escáner cuando levanta la ceja derecha y tuerce la sonrisa.

—¿Me las das?

Siento como tira de la bolsa, que todavía tengo agarrada con más fuerza de la necesaria.

—Sí…, claro…

Abro la mano que la sujeta como si me hubieran pillado apropiándome de algo que no es mío. Desde luego que mirarle de esa manera no es propio de mí. Me siento avergonzada y bajo la vista, parpadeo y sonrió al mirarle de nuevo.

Entonces me doy cuenta de que él me está mirando desde su altura, que es bastante, y me somete a un escrutinio parecido al mío. Me siento desnuda de repente. Llevo una camisola blanca entallada en la zona del pecho; unos shorts vaqueros que apenas se ven, porque esta los tapa, y voy descalza.

Carraspeo incómoda.

—No te pierdas la lluvia de estrellas. —Sonríe ampliamente y se da la vuelta, justo después de guiñarme un ojo.

Me he puesto colorada hasta el tuétano. ¡Por Dior, es un chavalín!

 

Estoy en la terraza que da a mi habitación, tumbada en una hamaca y con el daiquiri en mi mano derecha; miro al cielo y las estrellas titilan en él. Estoy tranquila, escuchando las olas del mar —la playa está justo en frente de la casa—, esperando ver como empiezan a volar por el cielo aquellas que buscan deseos.

Mentira, «tranquila» no es la palabra; la imagen del vecino de al lado me inquieta, se me presenta constantemente, revivo una y otra vez la radiografía completa que le he hecho; es normal, lo he grabado a fuego en mi retina, obsesa que es una. Si Jorge estuviera aquí volvería a repetir eso de «tú y los morenazos, fóllate un rubio desnatado y varía, mujer». No es que esté pensando en acostarme con él… ¿No?

Resoplo y bebo de mi copa balón, el cóctel está delicioso y refrescante, algo genial para esta noche llena de calor.

—¡Saca las Coronitas del congelador! —El grito masculino me hace dar un respingo, y casi tiro el preciado líquido granizado de color rosa.

—Que las prepare Johnny. Con su limoncito y todo, ¡qué clase tienes, cabrón!

Otra voz diferente se une a la primera.

—Lo que tú tienes es una jeta que te cagas.

Las carcajadas masculinas inundan el silencio de la noche.

Evidentemente son mis vecinos, los de las pelotas de tenis, ¿no? El sonido viene de mi derecha y, como no lo puedo evitar porque la vena cotilla me puede, me incorporo despacio y me acerco hasta el muro de la terraza. Con mucho disimulo me asomo y veo que en la casa de al lado, exactamente igual a la que yo estoy habitando, hay dos chicos apilando leña en la barbacoa mientras uno sale con lo que parecen los botellines de Coronitas en la mano.

—Aquí están las coronitas. ¡Breixo, Nacho, como no vengáis, estas urracas se beben las vuestras!

—Joder, déjalas aquí, Jonás, estamos liados con la cena. ¡Y no os pongáis muy pedos, que nos conocemos, y tenéis que fregar y recoger después!

El chico de las cervezas las deja en una mesa blanca, que está al lado de la barbacoa. Veo que uno de ellos, el que está más pendiente de encender el fuego, y que todavía no ha hablado, se acerca y da un trago a su Coronita levantando la cabeza. ¡Uff! Por los pelos; me he retirado a tiempo, pero me he quedado con que ese chico es el que ha venido a por las pelotas de tenis. De repente me empiezo a preguntar a qué nombre responderá.

Por favor, ¡estoy emocionada!, es como si de repente me hubiera topado con la serie del verano, y lo que en realidad está pasando es que estoy hecha una cotilla de tomo y lomo, y, para más inri, sin vida propia.

Debería sentarme y contemplar las estrellas.

Agazapada en el suelo, como una delincuente, miro hacia la hamaca y a mi daiquiri rosa, que en la penumbra no es más que una sombra más del mobiliario. Me levanto tratando de reunir mi dignidad y camino hasta mi zona de relax. Me da igual lo que unos muchachos hagan y digan en sus vacaciones, me da igual que el chico que ha venido a la puerta de casa esté para pecar y pasar la eternidad en el purgatorio…

—¡Hostias! Susana acaba de escribirme un WhatsApp.

—Esa quiere echar un polvo.

—Seguro, deberías tirártela esta noche.

—¿Dónde van a estar?

Estoy paralizada a medio camino hacia mi hamaca. Termino mi recorrido y me tumbo en ella, sonrío, desde aquí también escucho la conversación, y me regodeo como si me estuviera haciendo trampas a mí misma. Mi nivel de estupidez está sobrepasando el límite. Esto no puedo contárselo ni a Jorge.

—No lo sé. Voy a preguntárselo.

—No seas pagafantas, tío. No le preguntes eso.

—¿Y cómo lo averiguo?

—Dile que estamos pensando en salir, que dónde puede haber marcha esta noche.

—Sois unos bastardos, a ver si pensáis que no se va a dar cuenta. Además, si ella te ha escrito primero, ¿por qué no le preguntas directamente?

—Breixo, tío, no todos tenemos tu encanto, mamón. Además, ¿qué clase de insulto es ese? ¿Os llamáis bastardos entre vosotros en Londres, como si estuvierais en la corte del Rey Arturo?

Todos ríen a carcajadas.

—Lo que vosotros digáis.

Estoy casi segura de que esa es la voz profunda del chico de la puerta.

Miro al cielo y veo una estrella fugaz, sonrío y bebo de mi copa, está deliciosa.

—¡Acabo de pedir un deseo!

—¿Echar un polvete con Su?

—No se pueden decir, gilipollas, si lo dices no se cumplen.

—Tú sí que eres gilipollas, y maricona, que te estás volviendo tonta.

—Déjale, joder, eres un pesado.

Tengo que aguantarme la risa, de verdad que esto es como ver Sensación de Vivir sin edulcorar.

—Venga, Pablo, pincha algo, que estos son unos moñas.

De repente, unos acordes de guitarra suenan, y la voz de Aloe Blacc llega a mis oídos. Vaya, me encanta esa canción. La disfruto e incluso canto bajito el estribillo, sonriendo cuando escucho que, algunos de ellos, también lo hacen, y a continuación las palmas animan el momento. No puedo evitar moverme al ritmo de la música electrónica que han mezclado con el tema. Otra estrella fugaz cruza el cielo, allá va mi deseo:

«Que estas vacaciones sean especiales».

Capítulo siguiente

8 comentarios en “Noches sin Luna. Capítulo #1.

  1. Oh por favor!!! Necesito más!!! Tremenda presentación. ¿Quién no se ha sentido alguna vez como Sofía espiando a los vecinitos? Menos mal que muy pronto lo tendré en mis manos para releerlo tantas veces como quiera.
    Eres una artista de las grandes nena y muchas gracias por compartirlo con nosotras. Besus!!

    Le gusta a 1 persona

Los comentarios están cerrados.